Sentido de la Vejez: ante un nuevo aprendizaje
Un buen día, el nacimiento del primer nieto o sobrino despertó en nosotros la conciencia de ser abuelas o abuelos. Desde entonces, recorremos el arco de la tercera edad, que probablemente ocupará un tercio de nuestra vida. En esta etapa cruzaremos llanos y escalaremos puertos de todas las categorías imaginables.
El predominio en la cultura actual de los conceptos de autosuficiencia, rendimiento y utilidad, minusvaloran este periodo de la vida. Sirva como botón de muestra este texto de una excelente novela(1):
“Envejecer es aprender a perder. Asumir, casi todas las semanas, un nuevo déficit, una nueva degradación, un nuevo deterioro. Así es como yo lo veo. Y ya no hay nada en la columna de las ganancias. Un día ya no puedes correr, ni caminar, ni inclinarte, ni agacharte, ni levantarte, ni estirarte, ni encorvarte, ni darte la vuelta de un lado, ni del otro, ni hacia adelante, ni hacia atrás, ni por la mañana, ni por la noche, ni nada de nada. Solo puedes conformarte, una y otra vez. Perder la memoria, perder los referentes, perder las palabras. Perder el equilibrio, la vista, la noción del tiempo, perder el sueño, perder el oído, perder la chaveta. Perder lo que te han dado, lo que te has ganado, lo que merecías, aquello por lo que luchaste, lo que pensabas que nunca perderías”.
Afortunadamente, los conceptos de utilidad, rendimiento y autonomía no son determinantes para alcanzar la felicidad. Tampoco lo son para crecer interiormente. Abordar la vejez implica reconocer sus crisis inherentes, que surgen de la experiencia de la limitación y la pérdida. Junto a la separación de seres queridos y la percepción de la disminución de nuestras fuerzas y que ya no podemos hacer lo que antes hacíamos, está el cambio de roles y entornos. Así, confirmamos que la existencia humana es contingente, que somos frágiles, vulnerables, que estamos más solos... y que un buen día se acaba. Esta experiencia puede hundirnos y, de hecho, a algunas personas las hunde, pero el roce con los límites es necesario para alcanzar la madurez.
Las crisis en la tercera edad llegan en oleadas, la mayor parte de las veces nos pillan a contrapié. Unas veces son pacíficas, otras tormentosas. Pueden suceder cataclismos que nos arrollan, como la muerte de un ser querido o una situación de ruina. Pero siempre -siempre- cabe sacar provecho de ellas.
Conocimiento y Aceptación
Aunque no son las más importantes, hay pérdidas físicas que merecen especial atención por su repercusión laboral, social y familiar. Nos referimos a las que merman el área comunicativa: la sordera, la pérdida de memoria y la disminución de la agudeza visual. Por fortuna los déficits de esas facultades, dejan un "rastro" de indicadores fáciles de percibir, también para los de nuestro entorno, lo que nos permite tomar conciencia de ellas y pedir ayuda. Por ejemplo, los defectos de audición se notan porque en determinadas reuniones quedamos "fuera de juego" y nos vemos obligados a pedir que nos repitan lo que otros han captado. La pérdida de memoria se evidencia con olvidos "imperdonables" y la incapacidad de recordar lo que un día supimos. Sin embargo, no basta con suponer su existencia. Para superarlas, necesitamos primero aceptarlas y, en segundo lugar, ponernos en manos de un buen especialista.
De hecho, la mayor parte de los accidentes en la tercera edad provienen de un desajuste entre las capacidades reales y las expectativas mentales que tenemos sobre ellas. El anciano más temerario es aquel que ignora sus límites o, lo que es peor, se niega a reconocerlos. El primero merece comprensión y ayuda, el segundo solo aprenderá con el escarmiento. El problema es que el precio de la terquedad lo pagan los más allegados.
Desprendimiento: Dirigir la mirada hacia el otro
El dolor y la enfermedad actúan como una poderosa fuerza centrípeta que nos repliega sobre nosotros mismos, inclinándonos al victimismo y la autocompasión. Sustraerse del "narcisismo senil" para dirigir la mirada hacia el otro es, con diferencia, la tarea más relevante a la que nos enfrentamos en la tercera edad. No hay terapia más eficaz que practicar el desprendimiento: desasirse del ego y levantar la vista para dirigir la mirada hacia la otra persona y sus intereses.
La dimensión de "don de sí" ha de ir unida a la gratitud por los dones que recibimos. La vida se cumple no cuando somos fuertes, sino cuando aprendemos a recibir(2). Estas palabras adquieren especial relevancia en la vejez, pues nos descubren el poder secreto de los ancianos para fortalecer los vínculos humanos de amor, cariño y solidaridad.
Todos envidiamos los hogares que apiñan a hijos y nietos en torno a los abuelos, que lejos de ser una figura marginal, son el corazón palpitante de la familia. Su casa es el "puerto seguro" al que, pase lo que pase, siempre se puede acudir. Su sabiduría, tejida con los hilos de la experiencia, desempeña un papel insustituible en la transmisión de valores a las nuevas generaciones. Y, como depositarios de la memoria de los antepasados contribuyen a forjar las raíces de su identidad.
La muerte y la eternidad son la atalaya de la vejez. Desde ese horizonte, los ancianos observan con serena paciencia los acontecimientos y puede juzgar con más ecuanimidad. La distancia de su experiencia y el conocimiento sobre el ser humano les permite "separar el grano de la paja" y rescatar lo valioso. La capacidad de escucha y la prudencia los hace excelentes consejeros.
Las vidas humanas, en su actividad cotidiana y a menudo alocada, se dejan llevar por la pasión, atropellando el buen sentido y abriendo heridas en los corazones. La vejez es un tiempo propicio para derramar aceite sobre ellas, pedir y otorgar el perdón. La proverbial sabiduría de los ancianos que han cultivado la vida contemplativa hace de esta etapa una oportunidad preciosa para abrirse —y abrir a otros— a la reconciliación y la paz. La paz interior siempre, y la paz exterior muchas veces— que derramamos sobre los demás. Ante la autoridad irresistible de una madre anciana cuyas canas y sabiduría, acrisoladas en el amor y el dolor, imponen la reconciliación a dos hijos divididos y enfrentados desde hace años, ¿Quién se atreverá a decir que el anciano no aporta nada a la sociedad?.
La experiencia de las limitaciones —propias y ajenas— representa otra oportunidad para ahondar y fortalecer los lazos que nos unen. Una interdependencia que se concreta en la disponibilidad abierta para cuidar y dejarnos cuidar. Así se crea un círculo virtuoso de amor y apoyo mutuo: la experiencia de amar y ser amados. Esto está en consonancia con el compromiso y la responsabilidad que siguen al amor verdadero: decido cuidar a la otra persona y, simultáneamente, asumo como necesario atender su eventual dependencia y dejarme atender por ella cuando yo lo precise.
Por último, la dependencia irrumpe en el anciano cuando ya no puede valerse por sí mismo. En esta etapa, el ser humano experimenta una regresión, un "desaprendizaje" en los hábitos básicos de autocuidado que le sumerge en una nueva infancia. Una infancia que, a diferencia de la primera, guarda recuerdo del pasado. Razón por lo que necesita ser libremente aceptada como un desafío para acometer un nuevo aprendizaje, actitud que le salvará de la pasividad, el ensimismamiento y la nostalgia.
La soledad, el silencio y la lentitud proporcionan al anciano dependiente los ingredientes idóneos para convertir sus circunstancias en un trampolín de fecundidad. Pero, ¿cómo saltar? Rescatando el alma de niño: un niño que admira, un niño que contempla. Un niño que agradece con una sonrisa, un niño que se deja hacer. Niño que cuida dejándose cuidar. Un niño que come lo que le ponen y no importuna con caprichos. Niño que dice con sencillez lo que le pasa y hace lo que le dicen. Niño que no se queja ni exagera sus males. Niño que se conforma con todo y sabe esperar.
Estas cualidades forman un único tejido dador de sentido que fecunda, sostiene y protege la vida del anciano y la de quienes le cuidan. Pero hay algo más: ese tejido conforma también su legado, un legado de amor que será el junco sobre el que se deslizará suavemente y sin pesar para alcanzar la otra orilla.
¿Quién se atreve a considerar inútil la tercera edad?
Lluís Segarra M. a 19 de septiembre de 2025