La soledad es un sentimiento complejo, variable, ambivalente, que cada persona experimenta de manera distinta. Unas veces queremos compañía, otras que nos dejen en paz; unas veces la buscamos; otras, sobreviene sin pedirnos permiso y a duras penas la soportamos, pero todos la necesitamos de vez en cuando para reencontrarnos.
No es lo mismo sentirse solos que estarlo realmente. Podemos sentir una extrema soledad y estar rodeados de gente. Hay personas que presentan una demanda patológica de compañía y siempre se sentirán insatisfechas, otras, en cambio, se atrincheran tras los bastiones que defienden su soledad. La soledad física, la intelectual (no tener con quien compartir conocimiento), la del corazón (para compartir sentimientos y afectos) y la del alma (espiritual), coexisten entrelazadas entre sí y con intensidad diversa según el momento biográfico que atravesamos. La dimensión subjetiva de este sentimiento da una idea aproximada de la dificultad para hacernos cargo de lo que supone en el que la padece.
Respuestas ante la soledad. Papel de la compañía
Pocas cosas hay tan provechosas como una buena gestión de la soledad. De hecho, muchos de los momentos más trascendentales de nuestra vida están vinculados a tiempos en los que el dolor o la enfermedad nos sacan de la vorágine y nos dejan tirados y solos en la cuneta. Las crisis personales y las correspondientes epifanías emergen de las entrañas del silencio. En este mundo se nos predican los viajes y los cambios, el movimiento y la comunicación continuos, pero lo valioso germina en la quietud.
A partir de cierta edad, se hace más urgente la necesidad de aprender a estar solos. Como decía Blaise Pascal: “Todas las desgracias del hombre se derivan del hecho de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en una habitación”. Esto se hace más evidente cuando los problemas de salud (pérdida de movilidad, de visión, de reflejos, etc.) amenazan la autonomía y nos hacen dependientes de los demás para viajar, conducir nuestro vehículo, etc.
Entrada la jubilación, los límites que impone la propia fragilidad condicionan los encuentros con los amigos, a la vez que se notan los vacíos de los que nos han dejado. Y, entonces, falta alguien con quien hablar, porque ni las mascotas ni las pantallas pueden sustituir la cercanía de rostros humanos con quien compartir tiempos pasados, recordar viejas historias, experiencias comunes, y también silencios significativos. Cuando las limitaciones se hacen más notorias puede aflorar el desamparo y la consecuente necesidad de recibir protección. Algo semejante ocurre en situaciones de peligro -aumentada por la tendencia de nuestra psique a anticipar mentalmente los peores escenarios- que amenazan la propia seguridad y la de nuestros seres queridos. Por ejemplo, ante la noticia de un descalabro económico o de una enfermedad grave.
Algo tan sencillo como acompañar a una persona mayor a dar un paseo, a jugar a cartas, ofrecerle un obsequio, hacerle un pequeño servicio o, simplemente, sentarse a escuchar su vida, proporciona algo más valioso que la simple compañía: se le está ayudando a encontrar una razón para levantarse y hacer que, a pesar de los achaques, los días valgan la pena. La conversación con el amigo proporciona alivio, refuerza la autoestima, combate el tedio y sostiene la esperanza del que sufre.
La otra perspectiva
Numerosos estudios han demostrado que los abuelos que cuidan de sus nietos viven más tiempo. Este hecho nos explica que las personas mayores que orientan su existencia en hacer grata la vida a los demás poseen el antídoto más eficaz contra la soledad. La razón es bien sencilla: se está bien a su lado.
La persona que ama jamás se siente completamente sola. El olvido de sí moldea su carácter y su amabilidad se transparenta en rostros acogedores, atractivos, entrañables. Todos hemos conocido a ancianos y ancianas que con su cordialidad y discreción se ganan la simpatía de próximos y extraños. Una característica común que los distingue es su ingenio para desviar la conversación hacia los intereses de su interlocutor: el “yo” desaparece. Son más escuchadores que habladores y, cuando intervienen, tienen el arte de hacerlo con oportunidad porque, “la mayoría de los parlanchines se pasan las horas hablando, de forma que muchos diálogos conforman monólogos cruzados y exposiciones de la propia inteligencia. Justo por esa relación sensual que tienen muchos con la lengua, el esfuerzo en ser breves es una penitencia muy saludable que ahorra tiempo, protege la caridad y fomenta la interioridad” (Juan Bautista Torelló, Él nos amó primero, Ediciones Cristiandad, p.21).
No te hablarán de sus achaques ni de sus penas, tampoco oirás de sus labios la cantinela del lamento ni de la queja; no tienen una palabra mala para nadie; viven en paz y no guardan rencores; aceptan con mansedumbre lo que les pasa y con gratitud la ayuda que se les presta. Las personas que viven así, nunca se sienten solas y siempre podrán considerarse útiles. Porque, más que la utilidad, en sentido práctico-material, hay una única forma de no estar solos: querer a los que tenemos cerca. La soledad en el último tramo vital se puede vivir como una oportunidad de maduración interior. Ciertamente nos morimos solos, pero el creyente cruza el vado sobre los hombros del Amigo. Hace poco leí en alguna parte estas palabras: “Ahora que mi vida se termina, cada vez me siento más conectada y protegida. No sé si es Dios o alguna fuerza, pero me siento así, cercana a algo más grande y fuerte que yo. Doy gracias a Dios por lo que la vida me ha dado, me gusta estar sola con mis recuerdos y disfrutar de ellos.”
La soledad está ligada, en último término, a la respuesta intransferible que la persona va dando a lo largo de su vida a un anhelo existencial universal: el desafío de aprender a querer.
Lluís Segarra, 2 de noviembre de 2022