Introducción (ver en pdf)
Si nos preguntaran por lo que consideramos más diferencial en el cuidado de los ancianos, probablemente responderíamos que su carácter y temperamento. La de muchos es que cuando regalan cordialidad y presentan un aspecto cuidado, su atención deja de pesar y su presencia contribuye al buen ambiente de la casa. Por contra, los gruñones y desaseados acaban siendo poco menos que insoportables.
Thomas Lickona1, prestigioso psicólogo americano, define el buen carácter como el conjunto de hábitos estables de la mente, del corazón y de la conducta que capacitan para responder a las situaciones de una forma moralmente buena. En esencia, apunta que un buen carácter consiste en conocer el bien, amar el bien y hacer el bien. De este concepto se deriva la consideración de la educación del carácter como el esfuerzo deliberado por enseñar virtudes, lo que implica ayudar a las personas a comprender, cuidar y actuar de acuerdo a un conjunto de valores éticos, entre los que se destaca la justicia, la equidad y el respeto a todos2. De hecho, las biografías de los hombres y mujeres que han dejado huella en la historia nos muestran que sus caracteres se forjaron al calor de la entrega gustosa a los demás.
Cuando la educación del carácter se desvincula de la dimensión ética para reducirse al logro del bienestar y éxito personal (performance character), inevitablemente surgen inclinaciones autoritarias y narcisistas generadoras de caracteres tóxicos3, que se distinguen por una forma de ser e interactuar con los demás generadora de tensión y desencuentros. En cambio, la asunción del cuidado del otro como propósito existencial (moral character)4 incorpora las virtudes que nos hacen mejores personas y alcanzar el logro de “la vida buena”.
Sabemos que conforme nos hacemos mayores el carácter tiende a acentuar sus aristas. Al mismo tiempo y de manera gradual, perdemos capacidad para detectar los deslizamientos negativos de nuestra conducta. Nos referimos, por ejemplo, a costumbres acomodaticias que devienen en pequeñas manías que el propio interesado percibe como legítimas e irremovibles en la práctica, de modo que el concepto que tenemos sobre nosotros mismos va quedando rezagado respecto a la realidad. A esta distorsión se suma la inflexibilidad para apreciar lo distinto a nuestros gustos y pareceres firmemente asentados, y acoger sin prejuicios la novedad. Motivo por el que pueden molestarnos determinados rasgos del carácter de los demás, no entender sus objeciones y, menos aún, las correcciones que nos hagan. En definitiva, solo el que se mantiene abierto a la mirada del otro, puede reconocerse tal como es en el hoy. Este reconocimiento hace posible reconducir las derivas de un carácter que, dejado a su suerte, tiende a enrarecerse.
¿Cómo reconocer los elementos tóxicos de nuestro carácter y cuáles son sus indicadores?
Egocentrismo: son personas adictas al reconocimiento y necesitan percibir una validación constante por parte de las personas de su entorno. Su discurso, centrado en el “yo” busca acaparar la atención de su entorno. Afirman sus opiniones con rotundidad y menosprecian el parecer de los demás. La autoreferencialidad les incapacita para ponerse en el lugar del otro y comprender sus puntos de vista.
Susceptibilidad: suelen sentirse heridos/ofendidos de manera desproporcionada cuando se les exponen razones contrarias.
Negatividad: se trate de lo que se trate, sus valoraciones son siempre pesimistas. Sus comentarios suelen ser nostálgicos y derrotistas; de queja y lamento estéril. Casi nunca les gusta nada. Da igual si se trata de una conversación familiar o la calidad de la comida: nada está a la altura de sus expectativas.
Victimismo: culpan a los demás de lo malo que les ocurre. Se esconden frecuentemente en el papel de víctimas. El problema es de “los otros”. La premisa de que “todo va contra ellos” y “nadie les permite progresar” les sirve de justificación para su pasividad.
Crítica deconstructiva: infravaloran las cualidades de los demás e ignoran sus méritos. No se percatan que, actuando así, anulan las posibilidades de crecimiento de sus allegados (esposo/esposa, hijos, compañeros...), motivo por el que las personas valiosas se les apartan, lo que aumenta su sensación de hostigamiento y la amargura.
Inclinación manipuladora: tejen embustes, manejan intrigas y artimañas para obtener lo que desean utilizando a quienes les rodean como instrumentos para alcanzar sus objetivos.
Existen por lo menos cuatro razones de peso para identificar y erradicar con prontitud las semillas de toxicidad que anidan en nuestro carácter:
PRIMERO: A más edad, más difícil es cambiar. La detección precoz de alguno de esos defectos facilita su corrección5.
SEGUNDO: Hacer felices a los demás. Las virtudes del buen carácter aligeran la carga asistencial. Por el contrario, las personas con caracteres tóxicos atraen conflictos, contaminan la convivencia, generan desaliento, crean rechazo y dañan la autoestima. Mientras que los primeros envejecen felizmente acompañadas por sus seres queridos, los segundos suelen acabar sus días en soledad.
TERCERO: El esfuerzo por mejorar el carácter nos convierte en referentes atractivos y creíbles.
CUARTO: Prolongar nuestra vida útil y de servicio a la sociedad.
Neutralizar los elementos tóxicos que contaminan el carácter se requieren unas actitudes y cultivar una serie de virtudes transformadoras:
Actitudes:
Vigilancia sobre uno mismo. Proponerse pequeñas metas de mejora.
Estar receptivos a las observaciones que nos hagan: necesitamos la mirada de los otros para iluminar nuestro ángulo muerto, el punto ciego que todos tenemos.
Pedir ayuda a personas cercanas de nuestra confianza para que nos corrijan siempre que lo consideren oportuno.
Virtudes transformadoras:6
Son las que definen la calidad humana de la persona. Así podemos hablar de personas serenas, generosas, amables, pacientes, etc. Las virtudes del buen carácter hacen amable la atención que se recibe y aportan calor humano a la atención que se presta. Veamos a continuación las más representativas:
Generosidad. Su pre-requisito es el olvido de sí que orienta el propio interés y las propias capacidades hacia el don de sí y el servicio a los demás. Una expresión característica de la generosidad es la liberalidad, virtud moral que consiste en distribuir generosamente los propios bienes sin esperar recompensa.
Benevolencia: sin benevolencia no hay comprensión y sin comprensión es difícil cobrar afecto a alguien. Por ella somos capaces de hacernos cargo del sinnúmero de padecimientos a los cuales estamos expuestos y de la vulnerabilidad esencial del ser humano, sensibilidad que nos impulsa a ser compasivos e indulgentes.
Amabilidad: el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define el ser amable como aquel que es afable, complaciente, y afectuoso en el trato con los demás, y por esa condición es digno de ser amado. La persona afable es aquella que hace fácil la comunicación. Son personas que miran con afecto y prestan atención plena. Nos sentimos cómodos con ellas, porque sabemos que podemos hablar abiertamente de todo, de igual a igual, y nos dirán la verdad de lo que piensan.
Serenidad-Paciencia-Longanimidad. La persona serena está tranquila y sosegada, sin nervios o agitación. Los pacientes soportan con serenidad los males propios y ajenos. La longanimidad significa grandeza y constancia de ánimo en las adversidades. Las tres virtudes expresan perseverancia y constancia de ánimo frente a los obstáculos y las adversidades. Están inclinadas a la benignidad y la clemencia.
Gratitud: agradecer los servicios que nos hacen, pequeños o grandes, debidos o gratuitos, interesados o desinteresados.
Modestia y discreción: propio de estas virtudes es el “ser más escuchadores que habladores”. Los que las poseen no tienen inconveniente en ceder protagonismo a los más jóvenes. Su contrario es la arrogancia.
Asertividad: las personas asertivas son aquellas que tienen un comportamiento comunicaciónal maduro: manifiestan sus convicciones de forma consciente, congruente, clara, oportuna, directa y equilibrada. No agreden, sino que transmiten sus ideas y sentimientos con moderación, sin imposiciones, sin herir o perjudicar. Actúan desde un estado interior de serenidad, en lugar de hacerlo desde la crispación o estados emocionales alterados por la pasión o la indolencia.
Optimismo-Alegría: todas las realidades humanas, por dramáticas que parezcan, tienen una dimensión divertida, cómica. Los que la saben explotar de manera prudente, cambian el clima que se respira en un encuentro. ¿Quién no ha experimentado la suerte de coincidir con personas con sentido del humor, capaces de relajar la tensión en una reunión de trabajo, en una discusión familiar o una velada con los amigos? Negociaciones tediosas que parecen no tener fin se disipan cuando esas personas dejan caer oportunamente una observación ingeniosa o hacen una broma inocente que disipa la carga eléctrica. Ellos nos enseñan a ser menos trágicos y arrogantes, menos creídos, más capaces de tomar distancia sobre nosotros mismos y reírnos de la seriedad con la que nos tomamos nuestras ideas. Para los cristianos tener y proyectar una visión positiva e ilusionada de las personas y acontecimientos no es una técnica para obtener éxito o “sentirse bien”, sino adoptar la lógica de nuestro padre Dios.
Mansedumbre; hacer caso al consejo de las personas que nos cuidan, aunque en ocasiones no comprendamos del todo, no supone renunciar a la propia libertad de juicio, sino un cierto ejercicio de prudencia propio de las personas pacíficas y modestas. Si se trata de decisiones compartidas sobre la elección de distintas estrategias u opciones terapéuticas y estamos en posesión de nuestras facultades intelectuales, no debemos tener miedo a decidir con libertad.
Sencillez y veracidad: cuando nos hacemos mayores nos puede costar más informar con transparencia sobre lo que nos pasa. Podemos ceder a la tentación de disimular errores u ocultar limitaciones que nos humillan por temor a perder autoridad, prestigio o, con más frecuencia, por miedo a que nos recorten las alas de libertad para viajar, conducir, practicar una afición, comer o beber lo que nos gusta.
Alguno pensará que la adquisición de estas fortalezas está fuera de su alcance, pero habrá de reconocer que esa resistencia amaga comodidad. En realidad, basta con fijarse en un detalle diario con alguien para progresar y renovar ese propósito contando con el auxilio de las personas que nos quieren.
En último término, la razón de ser de las virtudes del buen carácter es el amor, y su principal cualidad es la de ensanchar el corazón hasta transformarlo en algo digno de ser amado. Por este motivo, las ancianas y ancianos virtuosos irradian felicidad y jamás representan una carga. Muy al contrario, se convierten en seres adorables cuya presencia es continuamente celebrada.
Lluis Segarra Molins, 8 de septiembre2023
1 Thomas Lickona (nacido en 1943) es un psicólogo del desarrollo y educador estadounidense mejor conocido por suinvestigación en el campo de la educación del carácter.
2 Este concepto incluye las competencias que miran a la propia excelencia, como son el autocontrol/dominio, pensamiento crítico, la creatividad, flexibilidad, capacidad de gestión y resolución de conflictos, inteligencia emocional, toma de decisiones, capacidad negociadora, autoconfianza, resiliencia, empatía, etc. Estas competencias forman parte del performance character. Su valor dependerá de si están o no informadas por la dimensión ética (moral character), que se refiere al conjunto de disposiciones/virtudes éticas que configuran una estructura moral acorde con la dignidad de la persona (integridad, responsabilidad, respeto, justicia, solidaridad,..) y que permiten conducirse rectamente y con una orientación relacional. Es decir, preocupándose por el bienestar de otros y de la sociedad.
3 La revista 'Psychology Today' recoge este descubrimiento en 'How to handle the most toxic people in your life', una guía para sobrevivir a la toxicidad. Según los autores, el carácter tóxico no siempre se es consciente del daño que causa.
4 Si la dimensión ética del carácter deja de ser educada, corremos el peligro de encontrarnos con personas competentes, pero no necesariamente buenas personas ni buenos ciudadanos. Por tanto, la educación en torno a unos valores morales claves (core values) no se puede obviar. Hay que educar el carácter con una mirada que vaya más allá de beneficios a corto plazo (que, además, parece ser que no se consiguen claramente) desarrollando, como se ha indicado, prácticas pedagógicas integradas en una gran diversidad de contextos (escuela, familia, vecindario, actividades extra-académicasy de ocio, grupos deportivos y de voluntariado) donde se aprendan fortalezas de carácter y virtudes, en situaciones de aprendizajes significativas. (Cf.: “Character education. International perspectives”. Junio 2015. Facultad de Educacióny Psicología. Universidad de Navarra. Thomas Lickona; Schaps, E. y Lewis, C. (2003): CEP's Eleven PrinciplesofEffective Character Education, 1995. Disponible en: http://www.forcharacter.com).
5 La ancianidad comporta pérdidas de eficiencia a nivel del cortex prefrontal y fronto-orbitaria del cerebro, encargadas de controlar los centros reguladores de las emociones y los instintos de supervivencia situados en el sistema límbico. Tales pérdidas se expresan en una cierta incapacidad para autoevaluarnos con objetividad y en conductas desinhibidas desagradables que contaminan las relaciones de convivencia. Detectar esos síntomas en una fase temprana posibilita su corrección.
6 Ver artículos anteriores del mismo autor: “La convivencia entre personas mayores “(21.12.2029) y “Las virtudes de los frágiles” (21.03.2023).