Enfermedad
Voz del diccionario de San Josemaría
Voz del diccionario de San Josemaría
1. La enfermedad, presente en la vida humana.
2. Identificación con Cristo.
3. Presencia de Cristo en el enfermo y valor de su sufrimiento.
4. El cuidado y atención de los enfermos.
5. Deber de cuidar la salud y de ser buenos enfermos.
6. Cristo vencedor de la enfermedad, del dolor y de la muerte.
La enfermedad, con la carga de dolor y sufrimiento que lleva consigo, constituye un fenómeno universal que acompaña al hombre a lo largo y ancho de su caminar terreno. Nadie escapa a su experiencia. Forma parte del vivir. San Josemaría la considera en todo momento desde una perspectiva cristiana, es decir, desde el amor de Dios manifestado en Cristo.
1. La enfermedad, presente en la vida humana
Al querer buscarle una explicación, lo primero que hay que hacer es descartar una idea, presente en muchas culturas antiguas, y que curiosamente todavía pervive en no pocas personas, según la cual la enfermedad es considerada como un castigo de Dios. Jesús de Nazaret se encargó de refutar ese planteamiento que prevalecía en muchos de sus contemporáneos, también en los Apóstoles. Ante la presencia de un ciego de nacimiento, cuando éstos le preguntan: “¿quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego”, Jesús responde: “Ni pecó éste ni sus padres, sino que eso ha ocurrido para que las obras de Dios se manifiesten en él” (cfr. Jn 9, 2-5). No estamos, pues, ante un castigo por los pecados personales, sino ante una realidad presente en la naturaleza y la historia humana después del pecado de nuestros primeros padres.
La enfermedad es una muestra de la fragilidad humana, es resultado ciertamente del hecho de que “nos hallamos aún en «nuestra morada terrena» (2 Co 5,1), sometidos a la enfermedad y a la muerte” (CCE, n. 1420). Efectivamente, la enfermedad es la triste consecuencia del pecado original (cfr. CCE, nn. 418 y 1500). San Josemaría, ampliando la perspectiva a cualquier causa de sufrimiento, dirá: “Dios Nuestro Señor no causa el dolor de las criaturas, pero lo tolera porque –después del pecado original– forma parte de la condición humana” (ECP, 168).
El Catecismo de la Iglesia Católica señala que la experiencia de la enfermedad puede tener repercusiones ético-espirituales ambivalentes, pues puede conducir a replegarse sobre uno mismo o a abrirse a la trascendencia (cfr. CCE, n. 1500). Para el cristiano, “la enfermedad no es algo absurdo o carente de sentido, sino algo de gran importancia en la estructura de la vida humana. Puede ser el momento de Dios en nuestra vida, el tiempo de abrirnos a Él y, en consecuencia, la ocasión para reencontrarnos con nosotros mismos” (Ratzinger, 1991, p. 472).
2. Identificación con Cristo
Ante la dificultad de asumir –como algo querido o permitido por Dios– la presencia del dolor en la vida humana, se ha intentado reconducirlo a otras experiencias o incluso negar su realidad. Pero se trata de pseudosoluciones. La existencia de la enfermedad y del dolor son datos que deben entenderse desde otras perspectivas. San Josemaría lo señala de forma neta: “El dolor entra en los planes de Dios. Esa es la realidad, aunque nos cueste entenderla” (ECP, 168).
Es frecuente la tentación de pensar que Dios no es justo porque permite la enfermedad en uno mismo o en otros, o la muerte de una persona querida. Pero esa tentación debe durar poco en quien tiene fe y sabe que Dios es Padre. Así lo señalaba san Josemaría: “A veces puede parecer que Dios nos trata duramente; no podemos entender las dificultades o las penas que nos envía; pero tampoco el niño pequeño entiende por qué su madre no le deja que juegue con un cuchillo o que acaricie con sus deditos la llama de una vela; y menos entiende por qué, en determinadas circunstancias, le da unos buenos azotes. Sin embargo, todo es para bien” (citado en Sastre, 1991, p. 114). Si alguna vez parece incomprensible que Dios no impida el dolor humano, hay que trascender esa situación desde la fe y la contemplación de la Cruz, en la que el amor divino se manifiesta hasta el extremo: “Dios es mi Padre, aunque me envíe sufrimiento. Me ama con ternura, aun hiriéndome. Jesús sufre, por cumplir la Voluntad del Padre… Y yo, que quiero también cumplir la Santísima Voluntad de Dios, siguiendo los pasos del Maestro, ¿podré quejarme, si encuentro por compañero de camino al sufrimiento? Constituirá una señal cierta de mi filiación, porque me trata como al Divino Hijo. Y, entonces, como Él podré gemir y llorar a solas en mi Getsemaní, pero, postrado en tierra, reconociendo mi nada, subirá hasta el Señor un grito salido de lo íntimo de mi alma: Pater mi, Abba, Pater,… fiat” (VC, I Estación).
La enfermedad –como sucede en general con el dolor o el sufrimiento– es un misterio que sólo encuentra sentido a la luz de la muerte de Cristo en la Cruz. Jesucristo, Dios hecho hombre, experimentó todas las debilidades humanas, incluidos el dolor y la muerte, a excepción del pecado (cfr. Hb 4, 15). La enfermedad y el dolor representan, cuando vienen, una llamada a la identificación con Jesucristo. Soportar la enfermedad por amor a Dios nos santifica. Es el amor el que convierte al dolor en acto ferviente de adoración, y entonces la enfermedad se hace incienso que se eleva a Dios. Así sucede cuando el dolor “se vive con amor y por amor, participando –por don gratuito de Dios y por libre decisión personal– en el sufrimiento mismo de Cristo crucificado. De este modo, quien vive su sufrimiento en el Señor se configura más plenamente a Él” (EV, n. 67). Con lenguaje muy vivo lo expresaba san Josemaría en un punto de Surco: “Un morbo incurable, que limitaba su acción. Y, sin embargo, me aseguraba gozoso: la enfermedad se porta bien conmigo y cada vez la amo más; si me dieran a escoger, ¡volvería a nacer así cien veces!»” (S, 254). O en otro lugar: “Cuando estés enfermo, ofrece con amor tus sufrimientos, y se convertirán en incienso que se eleva en honor de Dios y que te santifica” (F, 791).
Impresiona, por ejemplo, el relato de san Josemaría en sus Apuntes íntimos referido a una de las primeras mujeres del Opus Dei, María Ignacia García Escobar, ingresada en el Hospital General de Madrid: “Ama la voluntad de Dios esa hermana nuestra: ve en la enfermedad larga, penosa y múltiple (no tiene nada sano) la bendición y las predilecciones de Jesús y, aunque afirma en su humildad que merece castigo, el terrible dolor que en todo su organismo siente, sobre todo por las adherencias del vientre, no es castigo, es misericordia” (Apuntes íntimos, n. 1006: AVP, I, p. 440).
3. Presencia de Cristo en el enfermo y valor de su sufrimiento
La consideración del enfermo como imagen de Cristo, que está presente en la ascética cristiana ya desde el Evangelio (cfr. Mt 25, donde Cristo, en el Juicio final, se identifica con los enfermos), también lo está en la predicación de san Josemaría. Así aparece en un texto antiguo, en Camino: “–Niño. –Enfermo. Al escribir estas palabras, ¿no sentís la tentación de ponerlas con mayúscula? Es que para un alma enamorada, los niños y los enfermos son Él” (C, 419; cfr. también, C, 98). Expresa la misma idea en unas palabras pronunciadas tres años antes de morir, con las que ponía fin a una reunión en Barcelona: “Me espera un enfermo, y no tengo derecho a hacer esperar a un enfermo, que es Cristo” (AVP, III, p. 661).
La identificación del enfermo con Cristo aparece frecuentemente en sus escritos. Podría resumirse así: donde hay dolor –se entiende, un dolor aceptado y ofrecido a Dios–, allí esta Cristo. Desde esta perspectiva la enfermedad puede considerarse incluso un privilegio, o, con expresión audaz que alguna vez empleó san Josemaría, una “caricia de Dios”, y, se puede afirmar, también con audacia –pero no sin precedente en la literatura espiritual–, que los enfermos son “predilectos de Dios”. Durante su labor en los hospitales de Madrid, cuando estaba comenzando el Opus Dei, pedía continuamente a los enfermos oraciones por algo de Dios que él tenía que sacar adelante, y solía comentar: “No olvidéis que los enfermos son muy gratos a Dios, que su oración es escuchada y sube a la presencia de Dios” (citado en Sastre, 1991, p. 111).
Sabía transmitir esta doctrina con palabras en las que se mezclaban la comprensión ante el dolor y la dureza de algunas situaciones, con una fe y confianza en Dios que ayudaba a descubrir honduras que antes permanecían ocultas. Así lo hizo en diversas circunstancias, como en 1969, cuando dirigiéndose a una madre que le hablaba de un hijo discapacitado, le aconsejaba: “Dios os ha bendecido de una forma especial, mostrando un cariño de predilección, porque el Señor –nos lo dice el Evangelio– prueba más a quien más quiere. Puedes estar segura de que sufro con vosotros y de que pido a Jesús que nos ayude a llevar su Cruz con alegría. Omnia in bonum! El mundo es bueno o, por lo menos, lo permite Dios, para que seamos mejores, ya que de grandes males saca grandes bienes” (citado en Sastre, 1991, p. 127).
El recurso a la intercesión de los enfermos durante los años iniciales de la Obra –y siempre– lo consideró como una gran ayuda para su alma y para hacer el Opus Dei. Le gustaba recordar que “la fortaleza humana de la Obra han sido los enfermos de los hospitales de Madrid: los más miserables; los que vivían en sus casas, perdida hasta la última esperanza humana; los más ignorantes de aquellas barriadas extremas” (Sastre, 1991, p. 113). Comentó con frecuencia que los enfermos son el “tesoro” del Opus Dei. Cuando en cierta ocasión le preguntaron por el significado de esa frase, contestó así: “… Ese sacerdote tenía que hacer el Opus Dei… ¿Y sabéis cómo pudo? Por los hospitales. Aquel Hospital General de Madrid cargado de enfermos, paupérrimos, con aquellos tumbados por la crujía, porque no había camas; aquel hospital, del Rey se llamaba, donde no había más que tuberculosos pasados, y entonces, la tuberculosis no se curaba. ¡Ésas fueron las armas para vencer! ¡Ése fue el tesoro para pagar! ¡Ésa fue la fuerza para ir adelante!…” (citado en Sastre, 1991, p. 113). San Josemaría tuvo siempre ese convencimiento de la intercesión poderosa ante Dios de los enfermos: “Después de la oración del Sacerdote y de las vírgenes consagradas, la oración más grata a Dios es la de los niños y la de los enfermos” (C, 98).
4. El cuidado y la atención a los enfermos
La conciencia de la presencia de Jesús en los enfermos y su hondo sentido de la paternidad y de la fraternidad cristiana le llevó también a insistir en que, en todo momento, los enfermos debían estar bien atendidos. Así lo vivió él mismo personalmente a lo largo de su vida y lo señaló como un rasgo permanente del espíritu del Opus Dei: “Desde siempre, cuando un hijo mío cae enfermo, he dicho a los que tienen que atenderlo: hijos míos, que esa criatura no se acuerde que tiene lejos a su madre. Quiero indicar con esto que, en esos momentos, hemos de ser nosotros como su madre, para ese hijo mío y hermano vuestro, con el cariño y cuidados que ella pondría”. Y glosó en otra ocasión: “Aunque somos pobres, nunca faltará lo necesario a nuestros hermanos enfermos. Si fuese necesario, robaríamos para ellos un pedacico de cielo, y el Señor nos disculparía” (citado en Monge, 2004, p. 111). Palabras análogas empleó en otras situaciones y refiriéndose a otras personas; es el espíritu que transmitió a la Clínica Universidad de Navarra y a múltiples centros asistenciales promovidos por fieles del Opus Dei en los más diversos países del mundo.
Parte esencial de esa atención a los enfermos es, para una conciencia cristiana, y la de san Josemaría lo era, la atención espiritual: facilitándoles, incluso ayudándoles si hace falta, las oraciones y otros actos de piedad; haciéndoles posible la recepción de la Comunión, etc. Y obviamente, si hubiera peligro de muerte, planteándoles la posibilidad de recibir la Unción de enfermos (cfr. Monge, 2004, pp. 231-257).
5. El deber de cuidar la salud y de ser buenos enfermos
Con la misma fuerza con que san Josemaría exhortaba a aceptar la enfermedad cuando ésta llega, viendo en ella una manera de unirse a la Cruz de Cristo, animaba igualmente a cuidar la salud corporal para ser buenos instrumentos en el servicio de Dios, haciéndose eco de aquellas palabras de la Escritura: “la salud y el bienestar valen más que el oro, y un cuerpo robusto más que una fortuna” (Si 30, 15). Pues tener buena salud permite de ordinario trabajar intensamente en la viña del Señor, desde la primera hora del día hasta la última, llevando con alegría “el peso del día y del calor” (Mt 20, 12).
Por eso animaba a cuidar –sin obsesionarse– la salud, poniendo los medios ordinarios que dicta el sentido común, sin permitirse el lujo de estar enfermos, pero poniendo en práctica los recursos –sobre todo el descanso necesario– para estar en buenas condiciones físicas y así poder trabajar intensamente. Resulta muy interesante aquel consejo suyo: “Decaimiento físico. – Estás… derrumbado. –Descansa. Para esa actividad exterior. – Consulta al médico. Obedece, y despreocúpate. Pronto volverás a tu vida y mejorarás, si eres fiel, tus apostolados” (C, 706).
Muy útiles son también sus advertencias, animando a ser “buenos” enfermos, a no dejarse dominar por la enfermedad: “mientras estamos enfermos, podemos ser cargantes: no me atienden bien, nadie se preocupa de mí, no me cuidan como merezco, ninguno me comprende… El diablo, que anda siempre al acecho, ataca por cualquier flanco; y en la enfermedad, su táctica consiste en fomentar una especie de psicosis, que aparte de Dios, que amargue el ambiente, o que destruya ese tesoro de méritos que, para bien de todas las almas, se alcanza cuando se lleva con optimismo sobrenatural -¡cuando se ama!- el dolor” (AD, 124).
Un buen resumen de su enseñanza sobre la salud y la enfermedad se encuentra en las siguientes palabras: “Ahora, la mayor parte de vosotros sois jóvenes; atravesáis esa etapa formidable de plenitud de vida, que rebosa de energías. Pero pasa el tiempo, e inexorablemente empieza a notarse el desgaste físico; vienen después las limitaciones de la madurez, y por último los achaques de la ancianidad. Además, cualquiera de nosotros, en cualquier momento, puede caer enfermo o sufrir algún trastorno corporal. Sólo si aprovechamos con rectitud – cristianamente– las épocas de bienestar físico, los tiempos buenos, aceptaremos también con alegría sobrenatural los sucesos que la gente equivocadamente califica de malos (…). Se requiere, pues, una preparación remota, hecha cada día con un santo despego de uno mismo, para que nos dispongamos a sobrellevar con garbo –si el Señor lo permite– la enfermedad o la desventura” (AD, 124).
6. Cristo vencedor de la enfermedad, del dolor y de la muerte
La consideración de la enfermedad como don recibido de Dios no es simplemente una hermosa frase que sirve de consuelo a los creyentes en los malos momentos que necesariamente aparecerán a lo largo de su vida, sino la consecuencia de una fe profunda en el poder de Jesucristo, vencedor de la enfermedad, del dolor y de la muerte.
La enfermedad adquiere un valor positivo, santificador, cuando se vive en unión con Jesucristo. Así lo enseñó siempre san Josemaría: “esa admisión sobrenatural del dolor supone, al mismo tiempo, la mayor conquista. Jesús, muriendo en la Cruz, ha vencido la muerte; Dios saca, de la muerte, vida. La actitud de un hijo de Dios no es la de quien se resigna a su trágica desventura, es la satisfacción de quien pregusta ya la victoria” (ECP, 168). De este modo, el cristiano se hace portavoz de la salvación de Cristo, que redime al hombre: “En nombre de ese amor victorioso de Cristo, los cristianos debemos lanzarnos por todos los caminos de la tierra, para ser sembradores de paz y de alegría con nuestra palabra y con nuestras obras. Hemos de luchar -lucha de paz- contra el mal, contra la injusticia, contra el pecado, para proclamar así que la actual condición humana no es la definitiva; que el amor de Dios, manifestado en el Corazón de Cristo, alcanzará el glorioso triunfo espiritual de los hombres” (ibidem).
Voces relacionadas: Cruz; Dolor; Esperanza.
Bibliografía:
Juan Pablo II, Cart. Ap. Salvifici doloris, 1984;
Miguel Ángel Monge, San Josemaría y los enfermos, Madrid, Palabra, 2004;
Miguel Ángel Monge – José Luis León, El sentido del sufrimiento, Madrid, Palabra, 1998;
Joseph Ratzinger, Cooperadores de la verdad, Madrid, Rialp, 1991;
Ana Sastre, Tiempo de caminar. Semblanza de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1991.
Miguel Ángel MONGE